“Nos vemos en la calle” era una de esas frases con que solucionábamos
problemas en mi infancia, una frase que venía rebotada de aquel oeste
legendario donde los pistoleros salían a partirse el alma fuera del saloon
para no romper los espejos, pero también sonaba con una urgencia de
mosquetero ansioso por hacer amigos a estocadas. En aquel tiempo (hablo
de finales de los setenta, principios de los ochenta) la calle era
propiedad de los niños, las señoras, los yonquis y los perros; se la
habíamos quitado a Fraga, aquel señor prehistórico que la pintaba de
gris cada vez que le daba la gana. Por aquel entonces la madera todavía
iba en blanco y negro, pero ahora la policía nos es tan extraña, tan
ajena, que ni siquiera tiene mote.
Los chavales fuimos cambiando la calle por la tele, luego por la playstation y
el ordenador (la misma sigilosa estafa con que los indios vendieron
Manhattan por unas baratijas) y lo único que iba quedando de aquel
efímero paraíso asfaltado era el botellón, que es una revolución del
hígado, no del corazón ni la cabeza. Perdimos el sabor de la calle más o
menos a la vez que le perdimos el gusto a la política, quizá porque la
política ya no nos sabía a nada, quizá porque aún no sospechábamos que,
como decía el sabio aquel, si usted no se ocupa de la política, tarde o
temprano la política se ocupará de usted.
Éramos ciudadanos obedientes, satisfechos con nuestro pan y nuestro
circo, muchedumbres de bien que sólo salíamos a manifestarnos cuando la
ETA, cuando el aborto o cuando el fútbol, y para el fútbol nunca hubo el
menor problema de orden público: las hordas de forofos podían arrasar
la Castellana, follarse a la Cibeles o echarse unos largos con Neptuno, y
la policía además auparía a Raúl para que pudiera subirse a lomos de
los leones de piedra antes de sacar la bufanda e invitar a otra ración
de opio.
Un día, cuando el pan se iba acabando y el circo ya no daba para más,
un día unos chavales se sentaron en la Puerta del Sol y empezaron a
hablar unos con otros como si estuvieran en el ágora de Atenas. La cosa
daba miedo porque para hablar ya había un montón de charlatanes
profesionales custodiados por una policía sin mote y por un león sin
cojones. El dueño de la calle estaba en Nueva York, fumándose un puro a
la salud de todas esas gentes que se habían quedado en casa viendo el
fútbol por la tele en vez de asaltando Neptuno como si la Liga la
hubiera ganado el Atleti.
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